El Ataque

Reflexiones en mi cautiverio

"Tú hombre tiembla de miedo al comer, y muéstrate
angustiado al beber... el país quedará
destruido y vacío por causa de la violencia de sus habitantes".
Ezequiel 12.18-20.

Legiones de mercenarios que luchan bajo el patrocinio de diferentes banderas se apoderan de las ciudades como la obscuridad se apodera de la noche.
Son guerreros de presencia espectral, fuertes, ágiles, rápidos.
Respondiendo a secreta señal llegan intempestivamente, todos ellos son radicales y violentos, portan armas poderosas y son expertos en su manejo.
Destruyen todo a su paso como si fueran un río desbordado. Son gente cruel, espantosa, terrible, que no respetan más ley que la suya.
Van segando las cabezas de sus enemigos como si fueran mieses.
Recorren en sus carros de guerra caminos rurales, carreteras, autopistas, bulevares, calles y avenidas. Al verlos la gente tiembla de miedo, y su corazón se llena de  angustia y desesperación.
En todos lados se escucha el llanto.
Sus carros rugen como fieras salvajes, o se desplazan en silencio, sigilosamente en la obscuridad y en las tinieblas de la noche; las ciudades se tornan peligrosas, lúgubres, solitarias.
Se escucha el tropel de los que avanzan pie-tierra, corren por las calles, derriban las puertas de las casas y rompen los cristales de sus ventanas. Saquean negocios, residencias, casas, lo que dejan, no importa, llegarán otros y lo devorarán.
Se paran en las encrucijadas para matar a los que escapan, y entregan a los que huyen en el día de su angustia.
Son muchos los prisioneros que hacen, para ellos no hay esperanza. Dan muerte a gente que no debía morir, y dejan con vida a gente que no debía vivir.
Se humilla y se oprime a los pobres y se niegan a hacer justicia a los humildes.
La justicia se ha corrompido y han transformado su fruto en amargura.
No se aplica la ley, el malo persigue al bueno. Se espera justicia y sólo se oyen gritos de dolor.
Los sepulcros abren sus fauces y vomitan cadáveres por doquier.
Nuestros campos están invadidos por el hedor de los muertos. Cuerpos torturados o mutilados son arrojados al arroyo.
Se mata indiscriminadamente a personas de cualquier edad y sexo, en solitario o en presencia de niños, mujeres, ancianos, madres, hijos...
Nadie escapa a su furia asesina, ni el joven de pies ligeros, ni el viejo que viaja en potente automóvil, y hasta el más valiente arroja sus armas para poder huir.
Sicarios, salteadores, ladrones o malos elementos de las fuerzas del orden acechan por los caminos y al menor pretexto nos destrozarán el corazón, nos matarán como bestias hambrientas y sedientas de sangre.
Nuestros hijos han muerto, pero no en los campos de batalla.
Han caído bajo lluvias de balas asesinas anónimas en nuestros parques, planteles educativos, a las puertas de nuestras iglesias, en sus lugares de trabajo. Han muerto inocentemente, les llaman "víctimas colaterales", nadie los recuerda; ya no hay lugar seguro, ni siquiera nuestros palacios.
Por doquier hay desorden, anarquía, y se sufre de violencia.
En algunas ciudades empieza a faltar la comida, la gente padece hambre.
Nuestros días son de desesperación, de ruina, de angustia, sufrimiento, infortunio y calamidad.
La paz y la tranquilidad huyeron como el humo que se escapa por la chimenea huyendo del fuego que todo lo destruye.
Las hordas salvajes embisten a modo de falange contra todos y contra todo, y en febril paranoia buscan las asperezas y los peligros del combate, en actos que sobrepasan los confines de la moralidad humana...

Playa Bagdad. Mayo 2011.

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